En general, las
infecciones quirúrgicas, aunque menos frecuentes y graves que antaño, siguen pesando
sobre el quehacer quirúrgico diario; en no pocos casos ponen en peligro la vida
del paciente y hacen dispararse los gastos farmacéuticos, con el aumento de la
estancia media hospitalaria y las medidas necesarias a poner en práctica para
paliar sus efectos.
En nuestros días, con la adecuada preparación
preoperatoria del paciente, con la
perfecta esterilización del material quirúrgico, con una anestesia apropiada a cada caso que le permite al cirujano
trabajar con una mayor comodidad y, gracias además a una técnica depurada por
parte del cirujano, a la antibioterapia preoperatoria (cuando ésta está
indicada), y de las demás medidas de que disponemos en el arsenal
terapéutico, el porcentaje de
infecciones quirúrgicas han disminuido en número y en gravedad, si las
comparamos con las fechas en que nosotros comenzamos a remar en el mar de la
cirugía.
Recuerdo una anécdota que me ocurrió hace ya muchos años;
cuando habíamos terminado una larga intervención quirúrgica y estábamos rellenando
la hoja operatoria, cansados, pero satisfechos de nuestro trabajo, asomó por
allí la cabeza de uno de los componentes de la Sala de Esterilización, para
decirnos en tono de advertencia: “tenga usted cuidado Doctor, porque el
instrumental no está muy estéril”.
¡Ya está operado el paciente! ¿Cómo
que no está muy estéril? ¡O está estéril, o no lo está! – le contesté yo con
evidente mal humor –
Afortunadamente, a pesar de no
haber operado con un instrumental “muy estéril”, (a saber lo que entendía esa
persona por ello), el paciente no desarrolló ninguna infección en el
postoperatorio y fue dado de alta con satisfactorio estado general.
Una vez, a lo largo de toda mi
carrera, me ocurrió algo con un paciente cuya causa nunca he podido desentrañar;
deseando que a ninguno de vosotros les haya sucedido nunca una cosa parecida, os voy a relatar el caso al que me refiero. Operamos en una ocasión a un enfermo, que padecía
una tumoración de colon derecho y, por tanto, precisó de una hemicolectomía
derecha. En esta técnica, como todos sabemos, para llevar a cabo la extirpación del colon no
se precisa abrir su luz y la realización de la anastomosis, cualquiera que sea
el tipo de unión por el que optemos para restablecer la continuidad digestiva
(latero-lateral, termino-lateral, etc.)
puede hacerse con todas las garantías de asepsia. Todos salimos satisfechos de
la intervención y así se lo hicimos saber a su familia.
Al día siguiente, cuando
volvimos a ver al paciente, mientras hablaba
con él, noté que el apósito que le
cubría la herida operatoria estaba muy mojado, con tinte sonrosado en algunas
zonas. Llamé a las enfermeras para que trajesen el “carrito de curas” con todo lo necesario
para revisar la herida; al descubrirla vi “con estupor” que la laparotomía estaba
totalmente abierta; la piel y el tejido celular, el plano muscular y el
peritoneo, presentaban sus bordes
completamente separados; a través de dicha apertura asomaban las asas
intestinales. Era como si no le hubiésemos suturado ninguno de los planos de la
herida. Le rellenamos el defecto con compresas húmedas y colocamos un apósito compresivo bien sujeto
mediante esparadrapos; se lo comunicamos a la familia y con el consentimiento
del paciente, que estaba totalmente lúcido, nos fuimos directamente a quirófano. Después de lavar la herida, las asas intestinales y toda la cavidad
abdominal, colocamos varios drenajes de redón que salían por contraapertura,
hicimos un amplio Friedrich de todas las capas de la pared abdominal y
efectuamos un segundo cierre, tomando todo tipo de precauciones. ¿no sería la causa de todo ello un
instrumental “poco estéril”? -- pensé yo --
Aquella frase de, “tenga
cuidado Doctor, que no está muy estéril”, aunque fuera relativa a otro paciente
y a otro tipo de intervención, me estuvo resonando durante toda la reoperación
y la he vuelto a tener presente cada vez
que aparecía una insospechada infección postoperatoria.
Esta nueva entrada en el blog tiene como
objeto dar unos cuantos consejos
prácticos, para que los tengamos en cuenta a la hora de realizar cualquier
intervención, porque a pesar de los “adelantos”
conseguidos en el terreno de la cirugía, algunas de estas infecciones siguen empañando
el buen resultado de muchas de nuestras actuaciones.
Qué mal nos sentimos cuando a los pocos días de haber realizado una
intervención, retiramos el apósito esperando ver una herida quirúrgica perfecta,
con la idea de darle el alta al paciente y nos encontramos con una incisión de bordes enrojecidos, dolorosa al tacto, con
cierta tumefacción, precedido todo ello, o no, de uno o dos días de fiebre o
febrícula. Otras veces, es en el transcurso de los primeros días del
postoperatorio cuando aparece la salida de un líquido purulento por uno de los
drenajes.
No puede describirse la desolación y la frustración que le queda al cirujano
cuando esto ocurre. Cuesta mucho comunicarle al paciente que no todo está bien
como todos deseamos y que, debido a la existencia de una infección en la herida
operatoria, precisamos retirarle algunos o todos los puntos de la misma,
limpiar el lecho quirúrgico y dejar que vaya cerrando por segunda intención,
con lo que van a suponerle las molestas curas diarias y el alargamiento
necesario de su hospitalización.
A la hora de prevenir una
infección quirúrgica, hemos de tener en cuenta
cada uno de los agentes que intervienen en ella, que son:
-- el sujeto que la sufre y
su idiosincrasia (edad, nivel de salud previo a la misma, estado de sus
defensas, estado nutricional…)
-- los gérmenes, sin los
cuales no existiría la infección, y
-- el cirujano, que efectúa
la intervención y está presente en todas y cada una de las fases de la misma,
desde antes del comienzo hasta la curación del proceso.
Cuando los gérmenes llegan al
campo operatorio, por el camino que sea, pueden ocurrir dos cosas: que se desarrolle la infección o que no se produzca, según
dominen en esta lucha las propias
defensas del organismo frente a la agresividad y al número de gérmenes allí
presentes.
El estado de nutrición y las defensas del paciente son
las que son, y la agresividad de los
gérmenes invasores también. El cirujano, por su parte, ha de intentar modificar
este equilibrio en favor del paciente, mediante el seguimiento estricto de las
normas de asepsia, realizando una buena técnica quirúrgica (evitando el
sangrado excesivo, efectuando una
hemostasia cuidadosa y no excesiva, reduciendo en lo posible el tiempo de la
intervención, no dejando áreas sin el debido y suficiente aporte sanguíneo, que
puedan favorecer la isquemia y la anoxia
tisular, etc.) y, si puede, disminuyendo en lo posible la cantidad
de gérmenes presentes en los tejidos manipulados.
En 1992 el “US Center for
Disease Control” revisó su definición de “herida infestada”, creando el
concepto de “Infección del sitio
quirúrgico” (surgical site infection) como aquella infección directamente
relacionada con el procedimiento quirúrgico, que tiene lugar en la incisión
quirúrgica o en sus inmediaciones y que
aparece dentro de los treinta días postoperatorios. Es lo que yo llamo
infección del campo quirúrgico.
Igualmente se definieron entonces
tres categorías de “infección del sitio quirúrgico” (SSI):
- superficial: cuando afecta sólo
la piel y el tejido celular subcutáneo.
- profunda: cuando afecta a los
tejidos blandos profundos.
- órgano-cavitaria: cuando
afecta a cualquier estructura anatómica que haya sido manipulada durante la
intervención y que sea distinta de la incisión.
Cada una de estas localizaciones
desarrolla unos síntomas distintos y peculiares en cada caso, apareciendo :
dolor de distinta intensidad y localizado más o menos profundamente, según el emplazamiento
y la extensión de la infección; edema y/o enrojecimiento de la herida
quirúrgica y fiebre mayor de 38ºC, con posterior salida de pus a través de la
incisión superficial, procedente de los tejidos superficiales o de tejidos más
profundos, o a través de los drenajes
colocados en las proximidades del órgano intervenido, que fueron exteriorizados mediante
una incisión independiente.
Hay que tener en cuenta, que el
Cirujano está presente en todos y cada uno de los momentos cruciales de la
patogenia de la infección del campo quirúrgico, actuando de la siguiente manera:
-- modificando y adecuando el
estado físico y nutricional del paciente, previo a la intervención.
-- realizando la técnica
quirúrgica más adecuada y tratando todas las estructuras del paciente con la
máxima delicadeza.
-- empleando el menor tiempo
posible en la intervención.
-- eligiendo o eludiendo
(según la indicación) el uso profiláctico o terapéutico de los antibióticos.
A pesar de agotar todas estas
medidas y de haberlas puesto en práctica con el máximo de garantías, puede aparecer la temida infección; el
cirujano no puede saber con antelación cómo, ni donde, puede ésta aparecer. Por
ello, además de tener en cuenta todo lo anterior, desde hace muchos años, hemos querido actuar sobre una de las causas
más determinantes en la aparición de la infección, como es el número de
gérmenes que puedan quedar acantonados en los diferentes planos de la
herida quirúrgica o en el interior de la cavidad abdominal. Mientras menor sea el inóculo que el paciente
reciba, más posibilidades tiene su organismo de combatir y salir victorioso.
Aparte de todo lo expuesto,
¿Cómo puede contribuir el cirujano a reducir el número de gérmenes que puedan
permanecer al final de nuestra actuación en el campo quirúrgico? Esto puede conseguirse mediante el lavado
sistemático de todas aquellas estructuras que hemos manipulado durante la operación.
Para ello, antes de proceder
al cierre, debemos comenzar a aislar, mediante compresas, los tejidos y
órganos sobre los que hemos intervenido para,
posteriormente, proceder al lavado profuso y sistemático, con suero
fisiológico, de toda la zona; al mismo tiempo, mientras nuestro ayudante va
lavando a chorro toda esa área, nosotros con el aspirador funcionando y colocado
en un lugar declive de las inmediaciones, iremos extrayendo todo ese líquido, fabricando
una corriente que arrastre la mayor
cantidad de gérmenes, si los hubiere, de ese territorio; por un lado vamos echando líquido a chorro,
al tiempo que por el otro extremo lo vamos aspirando; de esta forma, extraeremos la gran mayoría de gérmenes y
detritus celulares que, por cualquier causa, hubieran podido acumularse; al
final del lavado, secaremos cuidadosamente con compresas los restos de suero no extraídos con el
aspirador;
Una vez cerrado el peritoneo
procederemos igualmente en cada uno de los planos de la herida operatoria,
lavando a chorro y aspirando el líquido de lavado, de forma que arrastremos
todos aquellos esfacelos o restos de tejidos desvitalizados de la herida
operatoria (restos celulares o sanguíneos, grumos de grasa desprendidos del
tejido celular subcutáneo, etc.) junto
con los posibles gérmenes allí existentes y facilitando que el organismo, mediante sus
defensas y el uso bien planificado de los antibióticos, pueda dar buena cuenta
de ellos y, que todo finalice, con la ayuda de las “células madre” tan
abundantes en el organismo, con la “restitutio ad integrum” de todas las estructuras.
Recordemos que la gran mayoría de las “infecciones
del sitio quirúrgico” o lo que es lo mismo, “las infecciones que se desarrollan en el campo quirúrgico” tienen
su origen en el momento de la intervención y que muchas de ellas podían haberse
evitado si, además de todas las medidas de asepsia y de la buena técnica, que
son de obligado cumplimiento, hubiésemos efectuado un lavado sistemático de “arrastre” con suero fisiológico (acompañado
o no de cualquier agente antiséptico), antes de proceder al cierre de la herida,
para reducir así, al mínimo, el número de gérmenes con los que el organismo habría
de haberse enfrentado.
Es una actuación fácil de
realizar, sin contraindicación ninguna y que los pacientes agradecerán sin
duda.