A propósito de las peticiones que se
me hacen en mi blog para que hable del tema, expondré algunas de mis
reflexiones.
Recientemente he conocido de primera mano el caso
de un paciente operado de cáncer, al que un médico oncólogo le comunicó en una de sus revisiones,
que tenía metástasis en el hígado. Aquella información la tuvo siempre tan
presente que transformó su carácter; desde entonces hasta que falleció, pasó de
ser un hombre jovial al que le gustaba vivir y disfrutar hasta de las cosas más sencillas, a ser
una persona abatida y triste. Cualquier motivo era bueno para desencadenar su
llanto, lo mismo si recibía noticias agradables que cuando era objeto de algún gesto cariñoso de sus hijos o
de sus nietos, como cuando advertía la presencia de algún síntoma o dolencia que le recordaban su enfermedad.
A continuación voy a transcribiros un retazo del
capítulo de un libro que estoy escribiendo, en el que los personajes abordan
este problema, con el que los médicos nos hemos de enfrentar con
tanta frecuencia.
Así es como hablaban los actores,
médicos de un hospital, cuando en un descanso de su guardia, casualmente,
afrontaron el tema:
- ¿No eres partidario de
contarles a tus pacientes toda la verdad de su enfermedad? – comentó el doctor
Sánchez –
- Procuro comunicarles la
verdad, pero cuando conocerla puede hacerles mucho daño, se la disfrazo un
poco. — le respondió el doctor Vargas – Si
a este hombre del que hablaba con el doctor Puente, le hubiese dicho que padece
un cáncer de estómago tan evolucionado que tiene muy poca solución, con
seguridad que se va llorando a su casa y ni se opera ni nada, con lo que sus
posibilidades de curación hubieren finalizado.
Todos sabemos que algún
día habremos de morir – continuaba Vargas –
pero cuando esa idea nos pasa por la mente en algún momento, nuestro
cerebro, en cuestión de segundos, se encarga de desecharla; es que no queremos
ni pensarlo. Por eso, nunca oso anunciarle a nadie lo que puede quedarle de
vida; primero, porque no estamos capacitados para hacer ese pronóstico con
cierta seguridad y, segundo, porque temo provocarle con ello un daño
tremendo.
Suponte que a nosotros
nos anunciaran, fundadamente, que vamos a morir en breve; con toda seguridad
que se nos alteraría nuestra forma de vida y nuestro comportamiento, hasta un
punto que no podemos ni siquiera imaginar.
-- Tiene “tela” que
alguien te diga, que tienes un cáncer. – dijo el doctor Tejero –
-- Eso es una tragedia.
Sé, por comentarios de algunos de mis pacientes, que a todo el que le han dado
esa terrible noticia recuerda con toda nitidez el momento y la forma en que se
lo dijeron, la cara del médico que les informó y el tono con el que se lo
comunicaron; podéis tener la seguridad de que esas palabras y ese instante, no
lo olvidarán mientras vivan. – contestó Vargas –
Estoy de acuerdo en que
el paciente debe saber lo que tiene, para que consienta someterse a una
operación o acepte un molesto tratamiento, con vistas a su curación pero…, el
problema serio, es saber si el médico debe, o no debe, comunicarle a un paciente
ansioso, débil y necesitado de una esperanza razonable, de que no disponemos
para él de un tratamiento curativo. – prosiguió Vargas – ¿Creéis que debemos
decirle a alguien que no hay un
tratamiento capaz de modificar su fatal evolución? ¿Pensáis que hemos de comunicarle
esa tremenda noticia? ¿Conseguiremos algo positivo con ello? – preguntó Vargas,
mirando a sus interlocutores – Parece que estoy viendo la expresión de miedo y
desesperación de esa gente cuando están oyendo, lo que puede ser para ellos, su
sentencia de muerte. Me los imagino llorando por por dentro, pensando en ellos mismos y en sus familiares.
-- Es duro tener que
informar a cualquiera de una cosa así. Nosotros, los “traumas”, nos vemos menos
veces que vosotros en ese dilema. – comentó el “Igualito”, médico residente de trauma –
-- No me explico por qué
se ha puesto de moda, por parte de algunos médicos, los oncólogos sobre todo,
el decirle al enfermo “la verdad” con toda su crudeza, y hasta las
probabilidades porcentuales de curación de que disponen, sin reparar en las
consecuencias de que tan fría y despiadada información va a desencadenar en el paciente. – añadió el
“Alemán” –
-- ¿Si ese médico
tuviera que comunicarle esa noticia a uno de sus padres, o a su hermana menor, o
a una hija suya, lo haría?, ¿Les diría “toda la verdad”?, o se la guardaría
para sí, sufriendo en silencio. – seguía comentando el cirujano Vargas, que
parecía que había comido lengua, aquel día –
No sabemos el futuro de
nadie, aunque creamos estar seguros de conocerlo.
Recuerdo un caso,
y puede que alguno de vosotros lo conozca también, que data de cuando yo estaba
haciendo la especialidad; se trataba de una paciente a la que operó el doctor
Lago y en la que estuve de ayudante. La operación consistió, dados los
hallazgos operatorios, en un abrir y cerrar, después de tomar varios trozos de
su hígado que mandamos a analizar a Anatomía Patológica. El resultado de los análisis
fue de carcinoma de hígado (un hepato carcinoma).
Después de muchos
días ingresada, cuando yo, que era el médico que la atendía a diario, pensaba
que el desenlace final iba a producirse de un momento a otro, hablé con su
familia y le preparé una ambulancia para que se la llevaran a casa. ¿Sabéis qué
pasó?..., que, al cabo de muchos años, la vi en un pasillo de este hospital a
donde había acudido por mareos. ¿Podéis creerlo?
-- ¡Qué barbaridad!
Nunca hubiera podido imaginar un desenlace así. – alternó Puente –
-- Hace unos días –
prosiguió Vargas – me contaron el caso de una chica joven, que padecía un
cáncer de ovario con un hígado lleno de metástasis, que fue remitida por su
médico a un cirujano compañero nuestro. Cuando éste colega me estaba contando
que no sabía cómo iba a planteárselo a la chica, llegaba un oncólogo que,
enterándose de lo que estábamos hablando, respondió con suficiencia:
¡tranquilos, conozco el caso y he sido yo, precisamente, quien la he informado, a ella y a su
madre que la acompañaba!
-- ¿Qué fue lo que les
dijo? – preguntó el doctor Sánchez muy interesado –
-- Pues que, cuando la
chica sentada delante de él, le preguntó: ¿me curaré doctor?, él le contestó: ¡no, hija!, ¡no te curarás,
estarás mucho tiempo con nosotros, pero no te vas a curar!
-- Hijo de puta, ahí
tenemos el ejemplo de un corazón caritativo, uno de esos que está por encima
del bien y del mal. – respondió el doctor Sánchez, malhumorado – ¿Os imagináis como se
quedaría esa pobre criatura? Parece que estoy viendo su cara. ¡Cuánto daño pueden
hacer unas palabras como esas!
-- ¿Y la madre, que
estaba a su lado?... ¿Qué sentiría esa pobre mujer mirando a su hija? Es como
si le hubiesen dado una puñalada. – añadió el “Alemán” –
-- ¿Y todo para qué?
¿Qué de positivo tiene que una persona conozca que no hay nada que hacer por
ella y que ha de resignarse con su mala suerte? Porque, eso, es lo mismo que si
te dicen que te vayas despidiendo de todo. – argumentó Vargas, de nuevo –
-- A propósito, yo
recuerdo a un médico que, delante de mí y con todo el desparpajo del mundo, le
dijo a un paciente: ¡nada chico, que tienes un cáncer!, ¡qué le vamos a hacer!,
y..., fíjate, cuando a los pocos años se enteró que él padecía aquella misma
enfermedad, se vino abajo y no duró ni dos meses; todo ese tiempo estuvo sumido
en una gran depresión, haciéndole la vida imposible a su familia con sus malos
modos y sus respuestas destempladas. Como que cuando a uno le toca… – comentó el doctor
Díaz –
-- En la mayoría de los
casos, lo que se consigue dando tan horrible noticia a un enfermo, sobre
todo cuando aún está en condiciones físicas aceptables, es hundirle en la más
profunda desesperación y aumentar su sufrimiento. – añadió el
doctor Vargas –
-- Claro, porque si está
preso de dolores o lleno de molestias él será el primero que desee irse al
otro barrio, pero en los demás casos, aunque no podamos brindarle una curación,
es nuestra obligación procurar elevarle su tono vital de la manera que sea. No
podemos decirle que se va a curar, eso no, pero sí, que si sigue el tratamiento tiene
posibilidades. Si le ofrecemos alguna esperanza de curación, aunque sea remota,
el tiempo que le quede de vida tendrá para él mucho más aliciente que si le
decimos que no luche, que es para nada. – alternó el doctor Díaz –
-- Está comprobado que
el cerebro siempre está dispuesto a dejarse engañar, para para ayudarnos a
conseguir una mayor supervivencia, el máximo objetivo de todos nosotros;
así es como funciona en estos casos nuestro instinto de conservación y pen aras de eso, en
multitud de ocasiones, falsea nuestras percepciones y trata de que nos animemos en
las situaciones graves; cuando sufrimos una enfermedad importante que pone en
peligro nuestra integridad, con nada que nos digan, nuestro cerebro es capaz de
transformar los síntomas que percibimos, para darnos de ellos una explicación
mucho más trivial. – añadió el Alemán –
-- Por eso, cuando le proporcionamos a un paciente una información cercana a la realidad pero algo
sesgada, quitándole importancia y gravedad al asunto y ofreciéndole una salida,
actuamos como si le administrásemos un placebo; y eso, que es lo que hacemos en
otras muchas ocasiones en medicina, no es algo negativo. Sabemos que con el
placebo se estimulan ciertas regiones de la corteza cerebral, activándose la
producción de dopamina, sustancia responsable de la aparición de sentimientos
agradables y placenteros, tan necesitados como están de ellos, estos pacientes.
Cierto es, que la acción
del placebo está determinada por factores muy personales propios del individuo
en cuestión, y por el poder de sugestión de la persona que lo suministra; pero
en el caso que estamos hablando, no hay una persona más fiable para el
paciente que el médico, en el que ha depositado toda su confianza.
Contrariamente a eso, cuando
a una persona se le administra un placebo, y se le advierte que esa sustancia no
tiene nada de especial para que se cure, puede aparecer lo que conocemos como
el "efecto nocevo”, o sea, hacerle daño su administración; es lo que
sucede cuando le notificamos a un enfermo que no hay nada que lo salve, que actuamos
produciéndole el efecto “nocevo”, le hacemos daño y contribuimos a acelerar su
final, impidiendo que se pongan en marcha mecanismos defensivos, puesto que en
la depresión psíquica se produce una disminución de la actividad citotóxica de
las células N.T. (Natural Killer) las que matan a las células tumorales, y se activa el sistema ACTH–cortisol, lo que
produce inmunosupresión.
Si alguien nos pudiera
asegurar de forma fehaciente que nos queda poco tiempo de vida..., ¿miraríamos a nuestros hijo de la
misma manera?, ¿creéis que tendríamos ganas de hacer algo positivo?, ¿ya, para
qué?, diríamos...
Una regla algo más
segura para errar lo menos posible en la información que debemos facilitar al
paciente es ponernos en contacto, antes de comunicárselo al sujeto, con algunos
de sus familiares más cercanos, aquellos que más lo quieran, los que mejor lo
conozcan y que convivan con él; para que ellos nos digan lo que el paciente
sabe de su enfermedad, lo que importa que el paciente conozca y cual
sería el momento y la forma más adecuada de comunicárselo; así tendremos un
mejor punto de vista para suministrarle la información que más le convenga y
nos aseguramos que el familiar conozca la explicación que le hemos dado; así se
evitarán ciertas dudas cuando se susciten preguntas en la convivencia entre
ambos.
Algunos dirán que esa no
es la verdad y que con eso engañamos al enfermo. Yo les digo a los que eso
argumentan que si el paciente no nos exige una mayor y más profunda
explicación sus motivos tendrá; hasta ahora, en toda mi vida profesional, sólo
ha habido un paciente que me haya obligado a decirle toda la verdad de su
padecimiento. Los demás, creyeron a pies juntillas lo que le dijimos, sin
preguntar nada y sin pedir aclaración alguna. Por algo será. – concluyó
Vargas –
-- Nosotros pensamos
igual que tú, que el paciente debe tener una esperanza razonable en su curación
para que se sienta alentado y positivamente estimulado. – contestó
afirmativamente el “Alemán” –
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